En Betsaida para un encargo secreto a Porfiria. Apresurada partida de Cafarnaún.
-Dirige la barca a Betsaida – ordena Jesús, que está con Juan en una pequeña barca, verdaderamente una cáscara de nuez, en medio del lago, que lentamente va aclarándose con el clarear del día.
Juan obedece sin decir nada. Un vientecillo más bien enérgico pone tirante la pequeña vela y da veloz movimiento a la barca, que hasta se inclina hacia uno de los lados, de tan veloz como es su marcha. La costa oriental va pasando rápidamente y la curva del lado septentrional se va acercando cada vez más.
-Aborda antes del pueblo. Quiero ir donde Porfiria sin que me vean otros, y luego ve al lugar de siempre y me esperas en la barca.
-Sí, Maestro. ¿Y si me ve alguien?
-Retenlos a todos, pero no les digas dónde estoy. Tardaré poco.
Juan observa si en la playa hay un lugar bueno para abordar. Lo encuentra: es un recuerdo, sólo un recuerdo, de torrente arenoso al que los hombres le han extraído tierra para alguna necesidad que tuvieran; de manera que forma un golfito de pocos metros, pero suficiente para que una barca se arrime a la orilla, elevada unos cincuenta centímetros por encima del agua. Va allí. La barca roza un poco en el guijo pero logra abordar, y Juan la mantiene arrimada a la orilla agarrando una raíz que sobresale de la tierra.
Jesús salta a la orilla. Juan dirige el remo contra ella y hace fuerza para impulsar a la barca de nuevo al lago. Lo consigue. Levanta la cara, iluminada con su sonrisa buena, y dice:
-Adiós, Maestro.
-Adiós, Juan – y Jesús se encamina por entre los árboles, mientras Juan da bordadas con su barquita.
Jesús tuerce hacia el interior, pasa entre unas huertas situadas a espaldas de Betsaida. Va raudo para evitar entrar en el pueblo cuando éste se anima. Llega, sin toparse con nadie en el camino, a la casa de Pedro. Llama a la puerta de la cocina. Pasados unos segundos, la cabeza de Porfiria se asoma cauta por encima del pretil de la azotea. Ve y emite una exclamación de estupor. Recoge con una mano sus espléndidos cabellos -su única belleza- que le caen sueltos por la espalda, y baja corriendo por la pequeña escalera, descalza (así está en este momento del apresurado aseo de la mañana).
-¡Señor, Tú! ¿Solo?
-Sí, Porfiria. ¿Margziam dónde está?
-Está durmiendo. Todavía duerme. El muchacho se ha quedado un poco triste, un poco lánguido… así que lo descargo un poco. Es también la edad… el desarrollo… Mientras duerme ni piensa ni llora..
-¿Llora a menudo?
-Sí, Maestro. Creo que es su debilidad actual. Y trato de fortalecerlo… y consolarlo… Pero dice: «Me quedo solo. Todas las personas a las que quiero se marchan. Cuando no esté ya Jesús…», y lo dice como si estuvieras para dejarnos… Es verdad que ha sufrido mucho en su vida… Pero yo y Simón lo queremos… Mucho. Créelo, Maestro.
-Lo sé. Pero su alma siente… Porfiria, necesito hablarte precisamente de estas cosas. Por este motivo he venido, sin Simón, a esta hora. ¿Dónde podemos ir para hablar, de forma que Margziam no nos oiga y que nadie moleste?
-Señor… Sólo tengo… mi habitación nupcial, o el cuarto de las redes… Arriba está Margziam. Yo también estaba, porque, para huir del calor nos hemos ido a dormir ahí arriba…
-Vamos al cuarto de las redes. Está más lejos. Margziam no nos oirá aunque se despierte.
-Ven, Señor – y Porfiria lo guía hasta el rústico y amplio cuarto ocupado por un poco de todo: redes, remos, comestibles, heno para las ovejas, un telar…
Porfiria se apresura a liberar una especie de tabla adosada a la pared, y a desempolvarla con un ovillo de estopa, para que el Maestro se siente.
-No importa, mujer. No estoy cansado.
Porfiria alza sus mansos ojos para mirar el rostro ajado, fatigado de Jesús, y parecer querer decir: «Sí que lo estás». Pero, acostumbrada a callar, no habla.
-Escucha, Porfiria. Tú eres una mujer buena y una buena discípula. Te he querido mucho desde que te conocí, y con mucha alegría te he recibido como discípula y he puesto en tus manos al niño. Se que eres prudente y virtuosa como pocas. Y sé que sabes guardar silencio, virtud rarísima en las mujeres. Por todo esto he venido a hablarte en secreto y a confiarte una cosa que ninguno sabe, ni siquiera los apóstoles, ni siquiera Simón. Te la confío porque debo decirte cómo te debes comportar en el futuro con Margziam… y con todos… Estoy seguro de que complacerás a tu Maestro en lo que te pide y que serás prudente como siempre…
Porfiria, que se ha puesto como la púrpura al oír de su Señor este encomio, no hace más que asentir con la cabeza, estando, como está, demasiado conmovida -ella que es tan tímida y que está acostumbrada a sufrir siempre la presión de voluntades dominantes que imponen sin saber si ella está dispuesta a asentir…-, demasiado conmovida para poder decir con las palabras que acepta.
-Porfiria… Yo no volveré nunca más por aquí. Nunca más hasta que todo esté consumado… ¿Sabes, no es verdad, lo que debo consumar?…
Porfiria, al oír estas palabras, ha dejado sueltos sus cabellos, que tenía recogidos todavía en la nuca con la izquierda, y emite, más que un grito, un sollozo, un sollozo que sofoca llevándose las dos manos a la cara, mientras lentamente cae de rodillas gimiendo:
-Lo sé, Señor, mi Dios… – y llora con silencioso llanto, que no se acusa sino por las lágrimas, que gotean contra el suelo a través de los dedos que comprimen la cara.
-No llores, Porfiria. Para esto he venido. Yo estoy preparado… y también lo están los que, sirviendo al Mal, servirán al Bien, en verdad, porque harán surgir la hora de la Redención. Podría cumplirse incluso ahora, porque tanto Yo como ellos estamos preparados… y cada hora que pase o cada hecho que suceda no serán sino… perfeccionamiento para su delito… y para mi Sacrificio. Y serán útiles, también, estas horas, todavía numerosas, que transcurrirán antes de esa hora… Hay todavía algunas cosas que cumplir y que decir, para que todo lo que debía cumplirse para conocimiento de mí quede realizado… Pero Yo no volveré a venir aquí… Miro por última vez este lugar… y entro por última vez en esta casa honrada… No llores… No he querido irme sin darte el adiós y la bendición de tu Maestro. Me llevaré conmigo a Margziam. Lo llevaré conmigo ahora, yendo hacia los confines fenicios, y luego, cuando baje a Judea para los Tabernáculos. No me faltará el modo de mandarlo para acá antes del pleno invierno. ¡Pobre niño! Gozará de mí durante un tiempo. ‘Y además… Porfiria, no es indicado que Margziam esté presente en mi hora. Por tanto, no lo dejarás partir para la Pascua…
-El precepto, Señor…
-Yo lo libero del precepto. Soy el Maestro, Porfiria, y soy Dios, tú lo sabes. Como Dios puedo absolver anticipadamente de una omisión, que ni siquiera lo es porque la ordeno Yo por un motivo de justicia. La obediencia a mi orden es ya de por sí absolución a la omisión del precepto, porque la obediencia a Dios -y ésta es también un sacrificio para Margziam- es siempre superior a cualquier otra cosa. Y soy Maestro. No es buen Maestro el que no sabe medir las cualidades y las reacciones de un discípulo suyo, y no sabe meditar sobre las consecuencias que un esfuerzo superior a lo que el discípulo puede soportar puede producir en él. También cuando se impone la virtud hay que ser prudentes y no pretender un máximo que la formación espiritual o las fuerzas generales del ser no pueden dar. Exigiendo una virtud o un dominio espiritual demasiado fuertes respecto al grado de fuerzas espirituales, morales e incluso físicas alcanzado por la criatura, se puede producir una dispersión de las fuerzas ya acumuladas y un quebrantamiento del ser en sus tres grados: espiritual, moral, físico. Margziam, un pobre niño, ha sufrido demasiado ya, y ha conocido demasiado la brutalidad de sus semejantes, hasta rozar el odio hacia ellos. No podría
soportar lo que será mi Pasión: mar de amor doloroso en que lavaré los pecados del mundo, y mar de odio satánico que tratará de sumergir a todos aquellos que Yo he amado y de anular todo mi trabajo de Maestro. En verdad te digo que hasta los más fuertes se plegarán bajo la marea de Satanás, al menos durante un breve tiempo… Pero no quiero que Margziam se pliegue y que beba esa ola desoladora… Es un inocente… y lo quiero… Yo siento piedad, mucha, por quien ya ha sufrido más que lo que sus fuerzas consienten… He llamado al más allá al espíritu de Juan de Endor…
-¿Ha muerto Juan? ¡Oh! Margziam había escrito muchos rollos para él… Otro dolor para el niño…
-Le hablaré Yo de la muerte de Juan… Decía que lo he arrebatado a esta vida para preservarlo también a él del choque de esa hora. También Juan había sufrido demasiado por parte de los hombres. ¿Por qué despertar los sentimientos adormecidos? Dios es bueno. Prueba a sus hijos. Pero no es un incauto experimentador… ¡Oh, si los hombres supieran hacer lo mismo! ¡Cuántas menos destrucciones de corazones, o simplemente cuántas menos borrascas peligrosas en los corazones!… Pero, volviendo a Margziam, él no debe venir a la Pascua próxima. Por ahora tú no hablarás. Cuando llegue el momento, le dirás esto: «El Maestro me ha dado la orden de no mandarte a Jerusalén. Y te promete un premio singular si lo obedeces». Margziam es bueno y obedecerá… Porfiria, esto es lo que quiero de ti, tu silencio, tu fidelidad, tu amor.
-Todo lo que quieras, mi Señor. Honras demasiado a tu pobre sierva… No merezco tanto… Ve tranquilo, Maestro y Dios. Haré lo que quieres…
Pero el dolor la vence y cae rostro en tierra –antes había permanecido siempre arrodillada, relajada sobre los talones con los ojos fijos en la cara de Jesús-; cae al suelo, cubierta toda por el manto de sus cabellos de azabache, y solloza fuertemente:
-¡Qué dolor, Maestro! ¡Oh, qué dolor! ¡Qué termina! ¡Qué termina para el Mundo! ¡Qué, para nosotros que te amamos! ¡Qué, para tu sierva! ¡El Único! ¡El único que realmente me ha amado, que no me ha despreciado nunca, que no ha sido dominante conmigo, que me ha tratado como a las otras, a mí que soy tan ignorante, tan poca cosa, tan torpe! ¡Oh, y yo y Margziam, porque primero me lo dijo Margziam a mi nos habíamos serenado.,.! Todos decían que no podía ser cierto… Todos: Simón, Natanael, Felipe… sus mujeres… y ellos saben, son hombres sabios… y Simón… ¡hombre, mi Simón… si Tú lo has elegido debe valer algo!… ¡y todos… todos decían que no podía ser!… Pero ahora lo dices Tú, Tú lo dices… y no se puede dudar de tu palabra… Está verdaderamente desolada, y conmueve por su dolor.
Jesús se curva hasta ponerle una mano en la cabeza.
-No llores así… Va a oír Margziam… Ya sé que ninguno lo cree, ninguno quiere llegar a creer… y su propia sabiduría y su propio amor causa en ellos el no creer… Y, no obstante, así es… Porfiria, Yo me marcho. Antes de dejarte, te bendigo para este momento y para siempre. Piensa siempre que te he amado y que he estado contento de tu amor por mí. No te digo: persevera en él. Sé que lo harás, porque el recuerdo de tu Maestro será siempre tu dulzura, en la que te refugiarás. Tu dulzura y tu paz, incluso en la hora de la muerte. Piensa entonces que tu Maestro murió para abrirte el Paraíso, y que te espera allí… ¡Hala, levántate! Voy a despertar a Margziam y a entretenerlo un poco. Tú, mientras, borra las huellas de tu llanto, y luego ven donde nosotros. Juan me espera para llevarme a Cafarnaúm. Si tienes algo que mandar a Simón, prepáralo. Recuerda que tendrá necesidad de su ropa gruesa…
Porfiria, verdadera criatura de sumisión y solícita obediencia, besa los pies de Jesús y hace ademán de levantarse, pero una ola de amor le hace perder el control y, ruborizándose vivamente, toma las dos manos de Jesús y las besa: una, dos, diez veces. Luego se levanta y deja que se marche…
Jesús sale, sube a la terraza, entra en una especie de pabellón hecho de velas extendidas y sujetas por cuerdas, bajo el cual están los dos lechos. Margziam duerme todavía, con la cara casi hacia abajo, comprimida contra la pequeña almohada. Se ve solamente un pómulo de su cara morenita, y un brazo, largo y delgado, fuera de la -sábana que lo cubre. Jesús se sienta en el suelo, al lado del lecho, y acaricia levemente los cabellos desordenados que caen sobre el pálido carrillo del durmiente, el cual se mueve un poco pero sin despertarse todavía. Jesús repite el gesto, y luego se inclina a besar en la frente el rostro, que ahora está descubierto. Margziam abre los ojos y ve a Jesús a su lado, inclinado hacia él. Casi no da crédito a lo que ve, quizás piensa que está soñando; pero Jesús lo llama, y entonces el jovencito se incorpora, y se echa en los brazos de Jesús, se refugia en sus brazos…
-¿Tú aquí, Maestro?
-He venido a recogerte, para llevarte conmigo durante unos meses. ¿Te gusta?
-¡Oh! ¿Y Simón?
-Está en Cafarnaúm. Hemos venido Yo y Juan…
-¿Ha vuelto también él? ¡Se va a alegrar! Le daré lo que he escrito.
-No hablo de Juan de Endor, sino de Juan de Zebedeo. ¿No estás contento?
-Sí. Lo quiero. Pero también al otro… casi más…
-¿Por qué, Margziam? Juan de Zebedeo es muy bueno.
-Sí, pero el otro es muy infeliz, y yo también he sido infeliz, y un poco infeliz me siento todavía… Entre los que sufrimos nos comprendemos y nos queremos…
-¿Te alegraría el saber que ya no sufre y que es muy feliz?
-Claro que me alegraría. Pero el sólo puede ser feliz si está contigo… O es que… ¿es que ha muerto, Señor?
-Está en la paz, y hay que alegrarse de ello, sin egoísmos, porque ha muerto como un justo y porque ahora ya no hay separación entre su espíritu y el nuestro. Tenemos un amigo más que ora por nosotros.
Margziam tiene dos lagrimones en la cara, verdaderamente muy enflaquecida y pálida; pero susurra: -Es verdad.
Jesús no dice nada más al respecto, ni hace observaciones sobre el estado físico y moral de Margziam, que está visiblemente debilitado. Antes al contrario, dice:
-¡Hala, vamos! He hablado ya con Porfiria. Ya seguro que ha preparado tu ropa. Arréglate tú también, que Juan nos espera. Le daremos una sorpresa a Simón. ¿No es aquélla su barca, de vuelta para Cafarnaúm? Quizás ha pescado al regresar… -Es aquélla, sí. ¿A dónde vamos, Señor?
-A septentrión y luego a Judea.
-¿Tanto?
-Tanto.
Margziam, animado por la idea de estar con Jesús, se alza rápidamente y baja corriendo al lago, a lavarse. Vuelve, todavía con el pelo húmedo, gritando:
-¡He visto a Juan! Me ha hecho una señal de saludo. Está en la desembocadura, en el cañizar…
-Vamos.
Bajan. Porfiria está terminando de cerrar dos sacas y explica
-He pensado mandar después la ropa gruesa. Al Getsemaní con mi hermano para los Tabernáculos. Así caminaréis más rápido tanto tú como tu padre – y, mientras termina de atar las correas, alude a lo que ha preparado: leche, pan, fruta…
-Tomamos todo. Comeremos en la barca. Quiero marcharme antes de que la orilla se llene de gente. Adiós, Porfiria. Que Dios te bendiga siempre y que la paz de los justos esté siempre en ti. Ven. Margziam…
Recorren pronto el pequeño tramo de camino y, mientras Margziam va donde Juan, Jesús va a la barca. Enseguida se reúnen con Él los dos, corriendo entre las cañas y saltando luego a la barca. Empujan enseguida con el remo contra la orilla para meterse en aguas profundas.
Pronto el pequeño trayecto queda recorrido. Se detienen en la playa de Cafarnaúm, en espera de la barca de Pedro, que está llegando. La hora los salva del asedio de la gente, así que pueden comer en paz su pan y su fruta, echados en la arena a la sombra de la barca.
Simón no conoce la barquita, y, por tanto, sólo cuando pone pie en la orilla y ve levantarse detrás de la barca a Jesús, se da cuenta de que está Él allí.
-¡Maestro! ¡Y tú, Margziam! ¿Pero, desde cuándo?
-Desde ahora. He pasado por Betsaida. Date prisa. Hay que partir inmediatamente…
Pedro lo mira y no dice nada. Él y los compañeros descargan de la barca los peces pescados, y las sacas de la ropa, incluida la de Juan, que por fin puede volverse a vestir. Y Simón dice algo a su compañero, el cual le hace un gesto como diciendo: -Espera…
Van a la casa. Entran. Los apóstoles que se habían quedado vienen.
-Daos prisa. Nos marchamos en seguida. Coged todo porque no volvemos aquí – ordena Jesús.
Los apóstoles se miran un momento unos a otros, y tiene lugar una serie de gestos entre uno y otro grupo. Pero obedecen. Es más, yo creo que lo hacen con solicitud para poder hablar entre sí en las otras habitaciones…
Jesús se queda en la cocina con Margziam y se despide de los dueños de la casa. Pero no les dice «no voy a volver», y tampoco dice esto, pasando por la calle, a quienes, de Cafarnaúm, lo ven y lo saludan. Simplemente los saluda, como hace todas las veces que se marcha. Se para sólo en la casa de Jairo. Pero Jairo no ha vuelto todavía…
Encuentra junto a la fuente a la viejecita que vive cerca de la casa de la madre del pequeño Alfeo, y le dice:
-Dentro de poco vendrá aquí una viuda. Te buscará. Viene a vivir aquí. Sé amiga suya y quered mucho al niño y a sus hermanos… Hacedlo santamente, en nombre mío…
Reanuda la marcha y dice:
-Hubiera querido saludar a todos los niños…
-Puedes hacerlo, Maestro. ¿Por qué no has descansado? Estás muy cansado. Tu cara está pálida y tienes la mirada cansada. Te va a dañar… Hace calor todavía y seguro que no has dormido ni en Tiberíades ni allí donde Cusa…
-No puedo, Simón. Debo ir a algunos lugares y hay poco tiempo…
Están junto a la orilla. Jesús llama a los mozos de Pedro y los saluda, y les da órdenes de que la pequeña barca sea llevada al pueblo que está antes de Ippo y que se le restituya a Saúl de Zacarías.
Toma el camino umbrío que orilla al río. Lo sigue hasta una bifurcación y se adentra por esta parte.
-¿A dónde vamos, Señor? – pregunta Simón, que hasta ahora había hablado en voz baja con los compañeros. -A casa de Judas y Ana, y luego a Corazín. Quiero saludar a mis buenos amigos…
Otra ojeada de los apóstoles entre sí y otro cuchicheo.
En fin, Santiago de Alfeo se adelanta y alcanza a Jesús, que va por delante de todos con Margziam.
-Hermano, dices que quieres saludar a los amigos, ¿es que no vamos a volver por estos lugares? Deseamos saberlo. -Volveréis, ciertamente, pero dentro de muchos meses.
-¿Y Tú?
Jesús hace un gesto evasivo… Margziam se retira, discretamente, para reunirse con los demás, o sea, con todos los demás excepto Santiago de Alfeo, que está con Jesús, y Judas Iscariote, que va solo en la cola, más bien taciturno, como apático. -Hermano, ¿qué te ha sucedido? – dice Santiago mientras pone una mano en el hombro de Jesús.
-¿Por qué lo preguntas?
-Porque… No sé. Todos nos lo preguntamos. Nos pareces distinto… Has venido sólo con Juan… Simón ha dicho que
habías estado como invitado en casa de Cusa… No descansas… Saludas sólo a pocas personas… Da la impresión de que no
quieres volver aquí… Y tu cara… ¿Ya no merecemos saber? Yo tampoco… Tú me querías… Me has dicho cosas que sólo yo sé…
-Te sigo queriendo. Pero no tengo nada que decir. He perdido un día más de lo previsto. Lo estoy recuperando. -¿Era necesario ir al septentrión?
-Sí, hermano.
-Entonces… ¡Has sufrido! Lo percibo…
Jesús 1o abraza, pasándole un brazo por detrás de la espalda a su primo:
-Ha muerto Juan de Endor, ¿lo sabes?
-Me lo ha dicho Simón mientras preparaba yo la ropa. ¿Y otras cosas?…
-Un nuevo adiós a mi Madre.
-¿Y más cosas?
Santiago, más bajo que Jesús, lo mira de abajo arriba, insistente, indagador.
-Pues que estoy contento de estar contigo, con vosotros, con Margziam. Lo voy a tener conmigo algunos meses. Lo necesita. Está triste y sufre. ¿Lo has visto?
-Sí. Pero no es nada de esto… No quieres decirlo. No importa. Te quiero aun no tratándome como amigo. -Santiago, tú para mí eres más que un amigo. Pero mi corazón necesita descansar…
-Y, por tanto, no hablar de lo que para ti constituye dolor. Comprendo. ¿Es Judas el que te aflige?
-¿Judas? ¿Tu hermano?
-No. El otro.
-¿Por qué esta pregunta?
-No sé. Mientras estabas fuera, uno, enviado no sabemos por quién, ha venido a buscar varias veces a Judas. Él lo ha rechazado siempre, pero…
-En vosotros toda acción de Judas es siempre un delito. ¿Por qué faltar a la caridad?…
-Porque siempre está tan torvo, tan turbado. Evita a los compañeros. Es apático…
-Déjalo. Hace más de dos años que está con nosotros y siempre ha sido así… Piensa en lo felices que se van a sentir los dos ancianos. ¿Y sabes por qué voy allí? Quiero confiarles el pequeño carpintero de Corazín…
Se alejan hablando. Detrás de ellos, en grupo, van los apóstoles, que han esperado a Judas para no dejarlo atrás solo, a pesar de que esté tan visiblemente hastiado, que no despierta ningún interés de tenerlo al lado.