José designado para esposo de la Virgen.
Veo una rica sala, con un suelo bonito, cortinas, alfombras y muebles taraceados. Debe formar parte del Templo todavía. Se deduce que hay sacerdotes (entre los cuales Zacarías) y muchos hombres de las más diversas edades, o sea, de los veinte a los cincuenta años aproximadamente.
Están hablando unos con otros, bajo pero animadamente. Se los ve inquietos por algo que desconozco. Todos están vestidos de fiesta, con vestidos nuevos o, al menos, recién lavados, como si estuvieran ataviados para una celebración. Muchos se han quitado el paño con que se cubren la cabeza, otros todavía lo tienen puesto, especialmente los ancianos, mientras que los jóvenes muestran sus cabezas descubiertas: unas rubio-oscuras, otras moreno-oscuras, algunas negrísimas, una — sólo ella — rojo-cobre. Las cabelleras son generalmente cortas, pero algunas de ellas llegan hasta los hombros. No deben conocerse todos entre sí porque se están observando con curiosidad. Pero parecen relacionados pues se ve que los apremia un pensamiento común.
En una de las esquinas veo a José. Está hablando con un anciano de aspecto robusto y vigoroso. José tendrá unos treinta años. Es un hombre apuesto; pelo corto, más bien rizado, de un castaño oscuro como el de la barba y el bigote, que velan un mentón bien conformado y suben hacia las mejillas moreno-rojizas, no aceitunadas como en el caso de otras personas morenas; tiene ojos oscuros, buenos y profundos, muy serios, incluso yo diría que un poco tristes. Sin embargo, cuando sonríe — como está haciendo en este momento —aparecen alegres y juveniles. Está vestido todo de marrón claro, de forma muy simple pero muy ordenada.
Entra un grupo de jóvenes levitas. Se disponen entre la puerta y una mesa larga y estrecha que está cerca de la pared en cuyo centro se encuentra la puerta, la cual queda abierta de par en par; sólo una cortina tensa, que pende hasta unos veinte centímetros del suelo, sigue cubriendo el vano.
La curiosidad se acentúa. Y más aún cuando una mano separa la cortina para dejar paso a un levita que lleva en los brazos un haz de ramas secas sobre el cual ha sido depositada delicadamente una ramilla florecida, una ligera espuma de pétalos blancos que apenas muestran un rosáceo esfumado que desde el centro se irradia, atenuándose cada vez más, hasta el extremo de los livianos pétalos. El levita deposita el haz de ramas encima de la mesa con exquisito cuidado para no lesionar el milagro de esa rama en flor en medio de tanta hojarasca.
Un murmullo recorre la sala. Los cuellos se alargan, las miradas se hacen más penetrantes, como para poder ver. Zacarías, con los sacerdotes, también trata de ver, estando como está más cerca de la mesa, pero no ve nada.
José, desde su esquina, apenas dirige los ojos hacia el haz de ramas, y, cuando su interlocutor le dice algo, él hace un gesto denegatorio como de quien dice: «¡Imposible!», y sonríe.
Un toque de trompeta desde el otro lado de la cortina. Todos guardan silencio y se disponen en perfecto orden mirando hacia la puerta, ahora enteramente abierta, dado que a la cortina la hacen deslizarse sobre sus anillos. Rodeado de otros ancianos, entra el Sumo Pontífice. Todos se postran. El Pontífice se acerca a la mesa y, en pie, comienza a hablar:
– Hombres de la estirpe de David, que habéis convenido en este lugar por convocatoria mía, escuchad. El Señor ha hablado, ¡gloria a Él! De su Gloria un rayo ha descendido y, como sol de primavera, ha dado vida a una rama seca, y ésta ha florecido milagrosamente cuando ninguna rama de la tierra hoy está en flor, hoy, último día de las Luminarias, cuando aún no se ha derretido la nieve caída sobre las alturas de Judá y es lo único cándido que hay entre Sión y Betania. Dios ha hablado haciéndose padre y tutor de la Virgen de David, que no tiene tutor alguno aparte de Dios. Santa doncella, gloria del Templo y de la estirpe, ha merecido la palabra de Dios para conocer el nombre del esposo grato al Eterno. ¡Muy justo debe ser para haber sido elegido por el Señor para tutelar a su amada Virgen! Por ello nuestro dolor de perderla se aplaca, y cesa toda preocupación acerca de su destino como esposa. Y a aquel que ha sido señalado por Dios le confiamos, plenamente seguros, la Virgen que posee la bendición de Dios y la nuestra. El nombre del prometido es José de Jacob, betlemita, de la tribu de David, carpintero en Nazaret de Galilea. José, acércate; el Sumo Sacerdote te lo ordena.
Gran murmullo. Cabezas que se vuelven, ojos y manos que señalan, expresiones de desilusión y expresiones de alivio. Alguno, especialmente entre los viejos, debe haberse sentido contento de no haber sido destinado para ello.
José, muy colorado y visiblemente turbado, se abre paso. Ya está ante la mesa, frente al Pontífice, al cual ha saludado con reverencia.
– Venid todos y mirad el nombre grabado en la rama. Coja cada uno su ramilla, para asegurarse de que no hay trampa.
Los hombres obedecen. Miran la ramilla que delicadamente tiene el Sumo Sacerdote; cada uno coge la suya: unos la rompen, otros la guardan. Todos miran a José: hay quien mira y calla, otros lo felicitan. El anciano con el que antes estaba hablando dice:
-¿No te lo había dicho, José? ¡Quien menos se siente seguro es el que vence la partida!. Ya han pasado todos. E1 Sumo Sacerdote da a José la ramilla florecida, y, poniéndole la mano en el hombro, le dice:
– No es rica, y tú lo sabes, la esposa que Dios te dona, pero posee todas las virtudes. Hazte cada día más digno de Ella. En Israel no hay flor alguna tan linda y pura como Ella. Salid todos ahora. Que se quede José; y tú, Zacarías, pariente, trae a la prometida.
Salen todos, excepto el Sumo Sacerdote y José. Vuelven a correr la cortina, cubriendo así la puerta.
José está todo humilde junto al majestuoso Sacerdote. Una pausa silenciosa y éste le dice:
– María debe manifestarte un voto que ha hecho. Ayúdala en su timidez. Sé bueno con la mujer buena. – Pondré mi virilidad a su servicio y ningún sacrificio por Ella me pesará. Estáte seguro de ello.
Entra María con Zacarías y Ana de Fanuel.
– Ven, María – dice el Pontífice – Éste es el esposo que Dios te ha destinado. Es José de Nazaret. Regresarás, por tanto, a tu ciudad. Ahora os voy a dejar. Que Dios os dé su bendición. Que el Señor os mire y os bendiga, os muestre su rostro y tenga siempre piedad de vosotros. Que vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz.
Zacarías sale escoltando al Pontífice. Ana felicita al prometido y luego también sale.
Los dos prometidos están el uno enfrente del otro. María, toda colorada, tiene la cabeza agachada. José, también ruborizado, la observa buscando las primeras palabras que decir.
Al fin las encuentra y una sonrisa ilumina su rostro. Dice:
– Te saludo, María. Te vi cuando eras una niña de pocos días… Yo era amigo de tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo que era muy amigo de tu madre, su pequeño amigo, pues ahora no tiene más que dieciocho años, y, cuando tú todavía no habías nacido, siendo sólo un niñito, ya alegraba las tristezas de tu madre, que lo quería mucho. No nos conoces porque viniste aquí siendo muy pequeñita. Pero en Nazaret todos te quieren y piensan en ti, y hablan de la pequeña María de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo verdecer a la estéril… Yo me acuerdo de la tarde en que naciste… Todos la recordamos por el prodigio de una gran lluvia que salvó los campos, y de una violenta tormenta durante la cual los
rayos no quebraron ni siquiera un tallito de brezo silvestre, tormenta que terminó con un arco iris de dimensiones y belleza no vistas nunca más. Y… ¿quién no recuerda la alegría de Joaquín? Te mecía enseñándote a los vecinos… Considerándote una flor venida del Cielo, te admiraba, y quería que todos te admirasen. ¡Oh, dichoso y anciano padre que murió hablando de su María, tan bonita y buena y que decía palabras llenas de gracia y de saber!… ¡Tenía razón al admirarte y al decir que no existe ninguna más hermosa que tú! ¿Y tu madre? Llenaba con su canto el ángulo en que estaba tu casa. Parecía una alondra en primavera durante la gestación, y luego, cuando te amamantaba. Yo hice tu cuna, una cunita toda de entalladuras de rosas, porque así la quiso tu madre. Quizás esté todavía en la casa, ahora cerrada… Yo soy viejo, María. Cuando naciste, yo ya hacía mis primeros trabajos. Ya trabajaba… ¡Quién me iba a decir que te hubiera tenido por esposa! Quizás hubieran muerto más felices los tuyos, porque éramos amigos. Yo enterré a tu padre, llorándole con corazón sincero porque fue para mí maestro bueno durante la vida.
María levanta muy despacio el rostro, sintiéndose cada vez más segura al oír cómo le habla José, y cuando alude a la cuna sonríe levemente, y cuando José habla de su padre le tiende una mano y dice:
– Gracias, José – Un «gracias» tímido y delicado.
José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero esa manita de jazmín, y la acaricia con un afecto que pretende inspirar cada vez más tranquilidad. Quizás espera otras palabras, pero María vuelve a guardar silencio. Entonces continúa hablando él:
– La casa, como sabes, está intacta, menos la parte que fue derribada por orden consular para transformar en calle el sendero para los convoyes de Roma. Pero las parcelas de cultivo, las que te han quedado — porque ya sabes… la enfermedad de tu padre consumió mucho tus haberes — están un poco abandonadas. Hace ya más de tres primaveras que los árboles y las cepas no conocen podadera de hortelano, y la tierra está sin cultivar y, por tanto, dura. Pero los árboles que te vieron cuando eras pequeñita están todavía allí, y, si me lo permites, yo me ocuparé inmediatamente de ellos.
– Gracias, José. Pero, ya trabajas…
– Trabajaré en tu huerto durante las primeras y las últimas horas del día. Ahora el tiempo de luz se va alargando cada vez más. Para la primavera quiero que todo esté en orden, para alegría tuya. Mira, ésta es una ramilla del almendro que está frente a la casa. Quise coger ésta… — se puede entrar por cualquier parte por el seto destruido, pero ahora le haré de nuevo sólido y fuerte —, quise coger ésta pensando que si yo hubiera sido el elegido — no lo esperaba porque soy consagrado nazareno, y he obedecido porque se trataba de una orden del Sacerdote, no por deseos de casamiento —, pensando, te decía, que el tener una flor de tu jardín te habría alegrado. Aquí la tienes, María. Con ella te doy mi corazón, que, como ella, hasta ahora, ha florecido sólo para el Señor, y que ahora florece para ti, esposa mía.
María coge la ramita. Se la ve emocionada, y mira a José con una cara cada vez más segura y radiante. Se siente segura de él. Cuando él dice: «Soy consagrado nazareno», su rostro se muestra todo luminoso y encuentra fuerzas para decir:
– Yo también soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo ha dicho…
– Me ha dicho sólo que tú eres buena y pura y que debes manifestarme un voto tuyo, y que fuera bueno contigo. Habla, María. Tu José desea hacerte feliz en todos tus deseos. No te amo con la carne. ¡Te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me otorga! Debes ver en mí un padre y un hermano, además de un esposo. Ábrete a mí como con un padre, abandónate en mí como con un hermano.
– Ya desde la infancia me consagré al Señor. Sé que esto no se hace en Israel, pero yo sentía una Voz que me pedía mi virginidad en sacrificio de amor por la venida del Mesías. ¡Hace mucho tiempo que Israel lo espera!… ¡No es demasiado el renunciar por esto a la alegría de ser madre!.
José la mira fijamente, como queriendo leer en su corazón, y luego coge las dos manitas que tienen todavía entre los dedos la ramita florecida, y dice:
– Pues yo también uniré mi sacrificio al tuyo, y amaremos tanto con nuestra castidad al Eterno, que Él dará antes a la Tierra al Salvador, permitiéndonos ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María. Vamos ante su Casa y juremos amarnos como lo hacen los ángeles entre sí. ‘Luego iré a Nazaret a prepararlo todo para ti, en tu casa si quieres ir a ella, en otra parte si así lo deseas.
– En mi casa… En el fondo había una gruta… ¿Todavía está?.
– Está, pero ya no es tuya… Yo, de todas formas, te haré otra gruta donde estarás fresca y tranquila en las horas más calurosas. La haré lo más parecida posible. Y… dime, ¿quién quieres que esté contigo?
– Nadie. No tengo miedo. La madre de Alfeo, que siempre viene a verme, me hará compañía un poco durante el día, y por la noche prefiero estar sola. Ningún mal me puede suceder.
– Bueno, y ahora estoy yo… ¿Cuándo debo venir a recogerte?.
– Cuando tú quieras, José.
– Pues entonces vendré cuando la casa esté en orden. No pienso tocar nada. Quiero que encuentres todo como lo dejó tu madre, pero quiero también que esté llena de luz y bien limpia para acogerte sin tristeza. Ven, María. Vamos a decirle al Altísimo que le bendecimos.
Y no veo nada más. Me queda, eso sí, en el corazón el sentido de seguridad que experimenta María…