Os anunciamos, hermanos y hermanas, una buena noticia, / una gran alegría para todo el pueblo. / Escuchadla con corazón gozoso: / Habían pasado miles y miles de años / desde que, al principio, Dios creó el cielo y la tierra / e hizo al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. / Miles y miles de años habían transcurrido / desde que cesó el diluvio / y el Altísimo hizo resplandecer el arco iris, / signo de alianza y de paz. / En el año 752 de la fundación de Roma; / en el año 42 del imperio de Octavio Augusto, / mientras sobre toda la tierra reinaba la paz, / en la sexta edad del mundo, / hace años, / en Belén de Judá, pueblo humilde de Israel, / ocupado entonces por los romanos, / en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada, / de Santa María la Virgen, esposa de José, / de la casa y familia de David, / nació Jesús, llamado Mesías y Cristo, / que es el Salvador que el pueblo esperaba. / Alegraos, hermanos. / Esta es la buena noticia del ángel: / «Os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor».
¿Qué cosa mejor podríamos encontrar entre los dones divinos, para honrar la fiesta de hoy, que aquella paz que anunciaron los ángeles en el nacimiento del Señor? En efecto, esta paz es la que engendra hijos de Dios, la que alimenta el amor, la que es madre de la unidad. Ella es descanso para los santos y tabernáculo donde moran los invitados al reino eterno. El fruto propio de esta paz es que se unan a Dios aquellos que el Señor ha segregado del mundo (San León Magno, Sermón 6, sobre la Natividad, 2-3).